Hubo un tiempo en que los hombres eran inmortales.

 Se moría a los treinta, a los treinta y cinco años, si no antes, en la plena vitalidad, a una edad en la que nos creemos eternos. La cultura con su batería de vacunas y prótesis nos ha alargado la vida al precio de sentir la muerte, día a día, nuestra vejez de achaques, y pensar en ella, y en filosofar, y erigir templos o teorías que la justifiquen.

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