A media mañana suelo venir a este bar, el bar de mi barrio; saludo amablemente a mis vecinos y me voy a sentar a una mesa del rincón, junto a un ventanal. Enseguida el mozo me hace una seña, y le confirmo lo de siempre. Miro hacia la calle, una mujer que pasa, un perro que ladra, y empiezo acomodar mis herramientas: una tablet, anteojos, teléfono… Antes de continuar con mi novela o lo que tenga entre manos, repaso los mails y le doy una mirada al Facebook; suelo continuar leyendo los diarios. Soy tradicional, no al punto de ir al kiosco por el papel, pero sí de seguir por la web a los matutinos de la región y del país. Políticas, gremiales, internacional, palos, tiros, lo que fuere, y algunas noticias llamativas como el hallazgo de un fósil que avale tal teoría o tal otra, o el descubrimiento de un nuevo planeta o galaxia en el universo, o simplemente, de una droga para combatir la diabetes.
Fue un martes, después del primer sorbo de café, que di con la noticia. Un ecologista australiano, con amplia trayectoria e investigador, había defendido frente a la academia científica una nueva teoría sobre el origen de nuestra especie.
No hace falta abundar, todos nos hemos criado en la idea de la evolución y siempre la hemos dado por cierta. Este australiano, de apellido Larsson, Johan Larsson, afirmaba, entre otras cosas, que por la talla, la posición erecta y las dificultades al andar, nuestra genética no correspondía a la masa y a la gravedad de la Tierra. También agregaba otros detalles como las caries de la dentadura, muy propias de nuestra especie, y otros datos menores; pero donde más se extendía era en la falta de adaptación al medio.
Me sorprendieron sus argumentos, e inmediatamente busqué su nombre en la web, y entré a su página. El amigo Larsson hacía treinta años que venía pregonando sin éxito sus teorías. Tuvo que producirse el deshielo progresivo de la masa polar, los tifones y el recalentamiento del planeta para que sus teorías fueran tomadas en serio por la comunidad científica. Una profunda fe en la ciencia y en el avance ininterrumpido de la humanidad, velaba cualquier duda sobre nuestro destino manifiesto. Éramos los elegidos, o por Dios o por la Razón. El más alto grado de desarrollo de la materia, pregonaban los devotos de todas las sílabas.
Digo, que con los tumbos que daba la Tierra, Larsson, al fin, tuvo su oportunidad. En resumen, nuestra especie no interactuaba con el medio y producía cambios violentos a los cuales no se podía adaptar. El círculo se cerraba, y hasta para un lego la situación resultaba clara. Bastaba ver por televisión los barbijos utilizados en las grandes urbes de China, para darse cuenta: un desastre.
Dos plantas de energía atómica destruidas con fugas radiactivas ahondaban la catástrofe. Comarcas extensas donde seguían habitando todas la especies menos la nuestra. Zorros grises, zorros pardos, aves de distinto pelaje, osos y demás, caminaban “a piacere” por las ciudades abandonadas. Todos se adaptaban, todos producían cambios genéticos y nosotros debíamos abandonar la región. Ni siquiera podíamos comer esos animales radioactivos. Estábamos como se dice en la jerga popular "al horno".
El tema me siguió rondando durante varias semanas. ¿Éramos de otro planeta? Varias páginas lo planteaban afirmando que ellos tenían conexiones con el más allá. Hasta ahí todo bien, pero su línea de contacto resultaba dudosa: la telepatía. Bueno, amigo, yo también podría decir que estoy al habla con Venus, y por favor no me interrumpa. Cualquier loco lo puede decir. No es un argumento, más bien es un argumento para cualquier hospital siquiátrico, pero no para fundar una teoría.
Buscando y rebuscando en una página sueca di con Olaf Zerhung, hijo de Zer, o algo parecido. Mi sueco es flojo, muy flojo, y solo Google me ayudó a entenderlo. Este científico de la Academia de Ciencias de la Corona sueca, afirmaba que la prueba contundente de que éramos de otro planeta era la Razón. ¡Epa! Me dije; seguí leyendo.
La Razón, al analizar, dividía la realidad. Observe, apuntaba Olaf: tengo ante mí un auto de alta gama. ¡Qué llantas!, y las ópticas, el color, sí, me gusta ese color como de juguete, por lo menos de los juguetes de la infancia. Y bueno, Olaf seguía argumentando: hemos destripado el auto en partes: las llantas, las ópticas, el color. Lo hemos desarmado en la mente validos de la Razón. Le hemos sacado tres partes, hemos pensado en esas partes, ahora la podemos recordar, alejadas del auto, en nuestra mente, continuaba Olaf.
Hice una pausa, me bebí otro sorbo de café humeante y continué con la lectura. No solo la mente separaba la unidad del auto en autopartes, sino después se proponía cambiarle el color, las llantas, las ópticas, el volante, y al auto acomodarlo a sus deseos.
Pero, continuaba el sabio sueco, cuando el hombre pretende hacer lo mismo con la naturaleza, fracasa. Observa un paisaje, es una llanura, a lo lejos se observa un bosquecillo. A lo largo del valle trascurre un río de aguas rápidas. Escuchamos el sonido, su atravesar de piedras. Ahora, es poco más que un arroyo pero para la época de las grandes lluvias se transforma en un precipitado torrente de cierta anchura. A la vera crecen árboles, anidan los pájaros, se repican en códigos. Por sus aguas remontan peces que van a desovar a las nacientes. El hombre observa y piensa, y separa: bosque, árboles, agua, pájaros; separa como a las partes de un auto, de una casa, de una ciudad, pero, pero, observa Olaf, se olvida que el auto y la casa la construyó el hombre y no este paisaje. Este paisaje no se hizo agregando piezas, ni atornillando árboles, ni soldando el cauce, sino por la evolución a través de los siglos, de las eras y los milenios. En definitiva, vuelve a observar Olaf, no lo hizo el hombre. Digamos, uno va al mecánico y el mecánico le arregla el auto. Uno sale andando. Pero si uno entra a un hospital es muy probable que uno salga andando, andando para el cementerio. Es que los médicos no hicieron a los hombres, los mecánicos de la General Motors, sí, fabricaron los autos y le adjuntaron un manual para develar todos sus secretos. ¡Epa! ¿Y si hubiera sido Dios quien creó a los hombres y se olvidó del manual? ¡Imperdonable! Agrega Olaf con su humor saltarín.
En definitiva, continúa, el hombre observa el paisaje y lo separa en palabras: río, cauce, caudal, árboles, pájaros, e imagina una represa para contener las aguas y generar electricidad. El resultado es inevitable, ya han abundado los ecologistas sobre el tema. Cambia el clima, se van los pájaros, los animales, y se destruye el ecosistema. Como si una persona sin manual se pusiera a hacer arreglos a un auto: termina sin funcionar, o funcionando como un velador o una radio. Como un chico cambiando piezas en una central atómica.
Concluye Olaf, el problema está en la Razón. Al pensar el hombre ya destruye la biosfera, por anticipado, solo falta ponerse manos a la obra para concluir la tarea. Y esto es irremediable, dejar de pensar es como pedirle a un mosquito que dejara de picar, es su ser y esencia. Por eso Olaf concluye afirmando que somos de otro planeta, pertenecemos a otro ecosistema, un lugar donde uno se pudiera imaginar cualquier cosa, llevarla a cabo y el resultado fuera el mismo, todo se acomodaría “a piaccere”, y no produciría estragos. Un lugar perenne donde uno pudiera crear cualquier cosa sin agravios, un lugar muy parecido a la mente. Inocuo como el juego del Tetris, donde caen todas las fichas y la partida se reinicia inalterable, porque es su esencia, inagotable; un lugar donde no hubiera oposición entre naturaleza y Razón. Donde la naturaleza fuera muy parecida a la Razón. Una ciudad donde no se produjeran desechos, y funcionara como un teorema.
Una novela, me imagino ahora. Una novela que uno pudiera cambiar y el resultado, que tal vez fuera diferente, no produjera alteraciones en su ecosistema porque seguiría siendo una novela, o un cuento o un poema, no se alejaría del género literario. Una novela que se está escribiendo hoy gracias a internet, donde uno de un día para el otro le puede variar la trama para que el asesino sea otro. Una novela renovada a diario con finales diferentes, con los mismos personajes, pero con comportamientos erráticos. "El jardín de los senderos que se bifurcan" yuxtapuestos y posibles en el tiempo. O el "Aleph", donde coexisten todas las posibilidades. Una novela que tal vez ya esté escrita o se esté escribiendo. Una novela inocua que no produjera cambios en el sistema en tanto y en cuando no se saliera del mundo de la significación, de la literatura, y un lector no quisiera ponerla en práctica. La teoría, como un triángulo inocuo. Inodoro, incoloro e insípido. O, pienso ahora, un sueño con todas sus partes. Donde todo es posible, desde volar hasta adentrarse a una manzana saltando de casa en casa y perderse por los pasillos, o entrar a un pueblo desconocido, darse con la gente, almorzar con ellos, e ir a visitar una fábrica. El mundo de los sueños, o el mundo de las fantasías, o el mundo de las matemáticas, su propia biosfera, sin polución, ni agujero de ozono, ni recalentamiento. Una esfera cambiante e inalterable. O tal vez el propio Paraíso Terrenal. Solo se trataría de recolectar y todo volvería a florecer en la próxima primavera, cambiante e inalterable.
Hasta allí mis lecturas, porque los demás libros del Vikingo no se encontraban en la web, y ni siquiera estaban traducidos al inglés, al francés o al alemán; pero, existían. Me puse en su búsqueda.
Pasaron los días, fuimos a pasear al parque, al monumento, con mis hijos, con mis nietos y la idea me siguió rondando.
Mi siguiente paso fue ubicar a Olaf por Face y pedirle amistad. Tenté con el inglés, y a la semana tuve una respuesta. Le había mandado un mensaje privado donde le decía que había leído todos sus artículos publicados o, por lo menos, los que yo había hallado en la red, y verdaderamente me había seducido su teoría. En fin, intenté conquistarle el ego. Le agregué otros aspectos de la teoría que había hecho en mi investigación, y me animé a decirle que a lo largo de mi vida había conocido a mucha gente que por sus ideas y comportamientos parecían de otro planeta, le puse algún ejemplo que no viene al caso.
En fin, no se sabe si por su ego o por su soledad, o porque quedó maravillado por mis palabras, el hombre me aceptó dentro de sus amistades y, cumplido variados y lentos requisitos, al tiempo me incluyó dentro del grupo que el denominaba "marcianos"; sonaba a risa, aunque los demás grupos creados por él también tenían nombres curiosos, uno se llamaba "Los Chinos" otro, "Velero" un tercero, "Benjamín".
En su muro se trababan en discusión por cuestiones nimias. Si aquel había sido un penal o no, si Marlon Brando había alguna vez protagonizado con Bette Davis, si el Káiser Carabela había sido el auto con mayor performance en la historia de la industria automotriz, o si tal o cual estampilla de naves de la guerra llevaba el timbrado de la corona. Y se decían de todo, catedráticos de la universidad de Suiza, de Suecia, Noruega, Dinamarca, especialmente durante el invierno, después de dieciocho horas de penumbra, soterrados, con una temperatura de cuarenta grados bajo cero, con la nieve que tapaba todas las aberturas y una botella de vodka.
Pero cuando se trataba de abrir el foro de los marcianos, el tono cambiaba radicalmente. Es más, te podía admitir como amigo pero de ahí a entrar en el foro, era todo un trámite, como si un sirio o un libanés intentara ingresar a los Estados Unidos; ¡otra! que jurar por la Constitución y cabecear sobre el Talmud, setecientos veces prometiendo que no iba a hacer ninguna tropelía. Primero -luego de solicitarte todos los números, desde el Documento Nacional de Identidad a la partida de nacimiento-, se detenía en los datos antropométricos, estatura, humedad y medio ambiente, color de ojos y señas particulares; pero lo que más me asombró es que debía implantar mi huella digital en el recuadro de un programa bajado gratis de internet, y enviar por encomienda un pelo, una uña o una escama para que no quedaran dudas de quién era quién. Una medida que pareciera exagerada, pero que la juzgué prudente en vista de los embusteros que pululaban en la web.
En fin, a vuelta de correo, por estafeta postal, me mandaron la contraseña para ingresar al grupo, y allí me hallé en un mundo variopinto, desconocido.
La primer sorpresa con la que me encontré fue que Olaf no era sueco sino berlinés, es decir, un auténtico prusiano heredero de la tradición filosófica alemana; de otra manera no se podía entender su profundo interés por la Razón y la profundidad de su análisis, que no se quedaba en la superficie o el comentario, como nos tienen acostumbrados los franceses del siglo XX. Este hombre abordaba el núcleo del pensamiento como lo hiciera Kant, Schopenhauer, Hegel, Marx o Nietzsche. No se quedaba en lo anecdótico, proponía otra ontología, no era un sociólogo o historiador, era un filósofo con todas las letras que se arriesgaba a enfrentar a la Razón, al núcleo ideológico del andamiaje conceptual e histórico de Occidente. ¡Y tenía que ser alemán! No podía ser que después de la Segunda Guerra Mundial no hubiera aparecido un filósofo totalizador, conformándose con los giros de corte de la escuela de Frankfurt, meros continuadores o comentadores de Carlos Marx; no podía ser que ese pueblo hubiera dejado de pensar con toda su tradición filosófica anterior. Parecía que en la conferencia de Potsdam, donde los aliados se habían repartido el mundo, desguazado Alemania y sorteado su territorio, también hubieran desguazado su pensamiento y repartido en cuatro sus categorías y conceptos para que no se atrevieran a sintetizarlo en una unidad conceptual, en una ontología y una gnoseología, como era la tradición en los mayores pensadores de occidente. Porque las intenciones de por lo menos tres de los aliados eran muy claras, apuntaban a desguazar la Filosofía Clásica Alemana (Kant, Hegel, Marx, Schopenhauer y Nietzsche); la raíz de los totalitarismos. Un pensamiento unido, único para una sociedad totalitaria. Y los resultados se dieron, de allí el eurocomunismo y el diletantismo francés, el rococó de corte que intenta curar con apósitos todas las heridas, ironizaba Olaf, englobando a Deleuze, Guatari, Derrida, Foucault, Bachelard, Baudrillard, Barthes, Lyotard, como si un pacto secreto hubiera condenado a los alemanes a no pensar más. Y a sustituir su tradición por una veintena de filósofos, como si a la humanidad no le hubiera bastado uno por siglo. El delito era haber pensado. Llevar a sus últimas consecuencias el silogismo: a la monstruosidad. Justamente lo que venía a señalar Olaf. Lo que había destacado al hombre sobre las demás bestias era la causa de su desgracia. ¿Ya no les había sucedido a los dinosaurios? Invirtiendo la frase, la fortaleza era su debilidad.
Hacer un mundo a su imagen y semejanza, levantar las grandes ciudades, los puentes, las carreteras y represas, era construir su propia tumba, como si fuera la Tierra una inmensa, si no pirámide, esfera faraónica donde ya no pudiera vivir por los estragos. Qué más pensar en una gran ciudad de inmensos edificios y morir entre sus escombros después de un terremoto. Los animales, las tribus primitivas, a la primera vibración, salían corriendo para ponerse a salvo. ¿Y que se le puede venir encima más que un árbol? ¡Una gran ciudad puede llegar a ser un cementerio en ruinas, con solo desperezarse una de las placas tectónicas! ¡A quién se le ocurre construir sobre un suelo móvil! Solo al hombre, Olaf se reía en aquel café de Zúrich donde lo conocí. Un café que también era parrilla, ubicado en los vericuetos de una calle peatonal de la ciudad vieja. Así, Olaf, con la presa de pollo envuelta en una servilleta de papel, se reía estentóreamente, a la manera de los demás parroquianos, y le daba al diente. Y en la semana que residí en Zúrich, podíamos permanecer horas allí, y el dueño podía no dar abasto con la desmesurada ingesta del Vikingo. Una pata, dos patas, tres, cuatro, cinco, las devoraba con fruición, entremezclando sus palabras con un vino oscuro de Neuchâtel. Y el dueño, un bajito diligente, me hacía muecas, y no tenía más remedio que encargarle a su ayudante a que fuera al mercado por más pollos. Sentado en uno de esos taburetes altos frente a una mesa redonda para dos o tres, era proverbial el equilibrio que mantenía mi amigo, sí, porque ya era mi amigo. Y a mayor ingesta, y al redoblar de los vinos, su mente se aclaraba concluyendo que si él fuera de otro planeta, éste hubiera estado repleto de viñas y de pollos. Todo al alcance de la mano, como Alicia en el país de las maravillas. Ríos de chocolate, árboles de donde brotaran dulces, pollos que cocían los huevos, y a cada pata que faltara, creciera otra, y otra y otra, según la demanda. Y las uvas darían vino con solo exprimirlas entre las manos, y así todo por el estilo, porque llegado un momento Olaf decía basta, ya se lo notaba al hablar, pastoso, y no tenía otro remedio que acompañarlo hasta el hotel donde nos alojábamos.